Alemania, un país cordíal
17 de julio de 2005
Tras nuestro fugaz paso por la aséptica ciudad de Luxemburgo, (sin siquiera bajarnos de la furgoneta), entramos a Alemania por autopista en Saarbrucken, dirección Heidelberg. Pudimos comprobar aquello que tantas veces habíamos oído sobre la calidad de las vías alemanas. Durante toda nuestra estancia pudimos observar que, en efecto, las carreteras alemanas eran abundantes, de buena calidad y, sobre todo, gratuitas. También pensé, mientras avanzaba, que enseguida vería algún Audi o BMW pasándome a doscientos km/h, pero no fue así, salvo en una o dos ocasiones. Antes de comenzar el viaje escuché por la radio que este mito acerca de la velocidad ilimitada no era real, y que, simplemente, no existen límites en ciertos tramos.
Tras pasar por Kaiserlautern y Mannheim llegamos a Heidelberg, la pequeña ciudad universitaria ubicada a ambas orillas del río Neckar, rodeada de bosques de pinos. Por fin iba a conocer la ciudad sobre la que tanto había oído hablar a mi padre de pequeño. Él estuvo trabajando allí de mecánico durante dos años.
Heidelberg se encuentra en el estado de Baden-Württemberg. El castillo, construido durante el siglo XVII, domina la ciudad desde una de las orillas del Neckar. En la bodega del castillo está el famoso ‘tonel de Heidelberg’, una gran barrica de vino con capacidad para 220.017 litros. El famoso ‘puente viejo’ era la entrada principal a la ciudad durante la edad media. La ciudad también es famosa por la existencia de la Universidad (1386), la más antigua de Alemania. En tiempos de la Reforma, la ciudad se convirtió en uno de los principales bastiones del protestantismo alemán. En la guerra de los Treinta Años (1618-1648) fue saqueada por tropas francesas, que volvieron a causar daños en la ciudad en 1689 y 1693, siendo responsables de la mayoría de los destrozos del castillo. Tras la II Guerra Mundial, los estadounidenses establecieron aquí su cuartel general.
En las orillas del Neckar los estudiantes pasaban la tarde, mientras nosotros paseábamos la ciudad tranquilamente, con una agradable temperatura, que nos ayudó a subir la larga cuesta que iba a dar al castillo, desde donde se divisaba toda la ciudad desde una perspectiva privilegiada. Dejamos Heidelberg al atardecer, en busca de un lugar donde dormir esa noche. Aparcamos a unos pocos km de Karlsruhe, junto a un lago y unas granjas, la noche era muy agradable, así que nos dimos un pequeño paseo, no sin pasar desapercibidos por las familias que se asomaban por las ventanas para vernos.
Al día siguiente nos levantamos temprano, había que hacer muchas cosas en la furgoneta, como «darle un agua», por ejemplo. Era un buen día para arreglar otros asuntos. Uno de ellos era encontrar una lavandería, la acumulación de ropa empezaba a ser preocupante. El otro asunto, más importante, era el de encontrar un concesionario Volkswagen para arreglar la nevera, que nos dejó de funcionar justo el día que salimos de Madrid, gajes del oficio. Fuimos a Karlsruhe, a priori no debería de ser muy difícil encontrar en una ciudad un taller de Volkswagen. Aparcamos en la universidad y salimos en busca de un cyber y una lavandería. Al rato encontramos un centro de internet regentado por unos africanos, que nos dijeron donde podríamos encontrar una lavandería. También encontramos fácilmente dos concesionarios en la ciudad, otra cosa muy distinta era llegar hasta ellos. Al ir hacía la lavandería vimos que estaba cerrada y que ya no abría hasta la tarde, así que optamos por una opción más casera.
Volvimos a por la furgoneta para ponernos a buscar los talleres, con la sorpresa de encontrarnos con una multa puesta por la universidad, que no pagamos. En el primer concesionario no nos pudieron ayudar pero un hombre nos indicó como llegar al segundo, en el que simplemente puedo decir que la «máquina alemana» comenzó a funcionar. No solo mostraron un carácter perfecto, sino que en apenas diez minutos un mecánico que «sabía latín» nos arregló la nevera, haciendo un simple corto con un cable, a lo Mc Giver, sólo por 20 €. La lástima es que cuando nos pidió postales del Real Madrid no teníamos para darle, se había ganado el equipo entero.
Con nuestra nevera como nueva seguimos camino a Baden-Baden, la puerta de la Selva Negra o Schwarzwald, como ellos la llaman. Baden-Baden es famosa por sus balnearios de aguas termales, ya descubiertos por el emperador romano Caracalla, en la antigua Aquae Aureliae. Por 12 € tenías dos horas para disfrutar de 6 piscinas con cascadas y chorros de agua con unas temperaturas entre 18 y 38 grados, además de saunas y una maravillosa sala donde emanaban vapores de agua aromatizados y una ligera música te llevaba hasta un sopor casi onírico. Como es obvio, esa noche dormimos como bebés. Al día siguiente ya nos adentramos en la Selva Negra, un continuo camino entre valles rodeados de bosques interminables. La región tiene alrededor de 160 km de longitud, con una anchura entre 23 y 61 km, con un área de 5.180 km2. Su nombre alude a los densos grupos de abetos que pueblan las vertientes superiores. En las zonas inferiores hay extensos bosques de robles y hayas.
Ríos como el Danubio y el Neckar nacen en la selva negra, que también es famosa por sus juguetes de madera y sus relojes de cuco. Pasamos Freudenstadt, en pleno corazón de la selva, dirección las cascadas de Triberg. Son las más grandes de Alemania, están formadas por siete cascadas que caen desde una altura de 163 m, enclavadas en un hermoso parque repleto de atrevidas ardillas. Antes pasamos por una gran tienda de relojes de cuco, que además albergaba el más grande del mundo, donde compramos una réplica en metal viejo de una furgoneta Volkswagen tipo Scooby Doo, muy lograda. Seguimos viaje, ya de tarde, dirección Friburgo, admirando el camino, tanto sus valles como sus casas típicas, de enormes tejados.
Llegamos a Friburgo alrededor de las nueve de la noche. Cenamos en la propia ciudad y salimos a tomar una cerveza. Se entraba a la parte antigua a través de una gran puerta medieval que enseguida iba a dar a la plaza de la catedral. Hubo un detalle que me llamó la atención, en ambos lados de la mayoría de las calles había pequeños canales donde el agua fluía lentamente. Decidimos tomar una cerveza en una animada terraza, hubiese sido un pecado pasar por Alemania sin tomar una. Esa noche dormimos en plena montaña.
Al día siguiente fuimos hacía Kandell, la cumbre de la selva negra, desde donde según habíamos leído se podían ver los Alpes en días claros. Antes paramos en un pequeño pueblo, Waldkrich, para comprar algunas cosas en un mercadillo, entre ellas unas deliciosas frambuesas, grosellas y fresas silvestres, las mejores que hemos comido nunca.No hubo suerte en Kandell y no pudimos llegar a ver los Alpes, aunque las vistas eran espléndidas.
Dejábamos la impresionante selva negra dirección al lago Titisse, que resultó muy turístico. Ya camino del Tirol austriaco, conduciendo por la espectacular Panorama Strasse, quisimos pasar por el enorme lago Constanza, desde donde sí que pudimos ver ya los Alpes en su esplendor, que luego sería impresionante en Austria. Decíamos hasta la vista a Alemania, que dejaba una huella indeleble en nuestra memoria.
Alemania
Heidelberg, monumental e histórica ciudad a orillas del Neckar, la frondosa Selva Negra, Karlsruhe, Friburgo o Triberg, además de un reconfortante baño en las termas del Balneario de Baden-Baden.