Kosovo, una dura etapa

6 de agosto de 2005

Resultaba gracioso y hasta cierto punto inquietante que en la única emisora que logramos sintonizar en Kósovo sonara Glenn Miller. Era como un irónico mensaje de «después de la tempestad viene la calma». Esto pasó alrededor de las once de la noche. Llevábamos once horas ininterrumpidas de viaje desde Dubrovnik, para sólo haber recorrido trescientos kilómetros, un auténtico calvario.

Salvoconducto de tránsito de la ONU

Nada más salir, cuando sólo llevábamos recorridos treinta y cinco kilómetros, nos tocó esperar una hora en la frontera para pasar a Serbia, a la región de Montenegro. Por fortuna no tuvimos problemas como otras personas que tuvieron que parar y abrir sus maleteros. En honor a la verdad, la primera hora y media de viaje en Serbia fue bastante bonita, bordeamos completamente la Bahía de Tivat, un enorme golfo de hasta veinticuatro kilómetros de entrada a la tierra, dejando a nuestro paso pequeñas iglesias sobre islotes artificiales e imponentes montañas. Según la leyenda, estos islotes fueron creados por los hombres que, cuando regresaban sanos y salvos de la mar, iban depositando piedras en la bahía.

Podríamos haber cogido un ferry que nos hubiese llevado de uno a otro lado de la bahía en cinco minutos, pero no teníamos dinero serbio; quizás hubiese sido la mejor opción, a tenor de lo que nos esperaba. Lo peor comenzó tras pasar el último pueblo de la bahía, Kotor. La carretera se volvió empinada y abrupta, pasamos puertos y puertos de montaña, el estado de las carreteras era lamentable y el camino se hizo muy pesado, agreste y frío, apenas sin casas durante kilómetros.

Llegamos a Podgorica alrededor de las seis de la tarde, unas seis horas de viaje para ciento ochenta kilómetros, bastante desalentador. Continuamos viaje más o menos en las mismas condiciones, hasta que sobre las nueve y media llegamos al primer control aduanero, entrábamos en Kósovo. Un policía nos hizo la señal para que parásemos. Se quedó mirando la matrícula, extrañado, luego a nosotros, fijamente, como si escudriñara nuestros miedos, al más puro estilo de «El expreso de medianoche».

Nos empezó a preguntar que dónde íbamos, que por dónde pensábamos pasar, etc. También nos pidió muchos papeles y finalmente me indicó que fuera a la garita. Yo estaba tan cansado que ni siquiera me preocupé demasiado. Por suerte el futbol «suavizó» un poco la situación, que no es que fuese muy hostil, pero si un tanto extraña, de cierta incertidumbre. Enseguida los agentes se pusieron a hablar del Barcelona y del Real Madrid y pasamos sin mayor complicación.

Para nuestra sorpresa, a los 15 kilómetros recorridos desde el primer paso nos encontramos de nuevo con otro control, en el que nos hicieron las mismas preguntas y tuvimos que pasar por los mismos trámites. A los pocos kilómetros otro control más, esta vez más hostil, con barricadas militares sobre las carreteras y las mismas preguntas de rigor. Tras pasar este tercer control, mientras me planteaba si habría sido buena idea parar por Kosovo llegó el cuarto control, esta vez de la O.N.U. Los mismos trámites, con la novedad de que esta vez le echaron un ojeo a la furgoneta.

Ante la reiteración de los controles me vi en la necesidad de preguntar al militar si había algún problema en la región actualmente, a lo que me respondió muy seguro que no, que todo estaba tranquilo. A mí no me tranquilizó mucho esta respuesta. Nos hicieron unos salvoconductos para permitirnos transitar por la zona, indicándonos que deberíamos devolverlos en el puesto fronterizo, a la salida del país. Era hora de parar a comer algo, descansar y plantearse lo que habíamos vivido en 1 hora. Aunque el cansancio era grande, tras una fabada litoral y un reconfortante cigarro las cosas se ven de otro modo, decidimos continuar, quizás no hasta Skopje, pero si por lo menos hasta las inmediaciones de Pristina. Tuvimos por fin un pequeño golpe de suerte, ya que logramos sintonizar un dial de música, que nos animó un poco el camino. Fuera la noche era oscura, muy oscura, con un silencio sepulcral. Para colmo empezó a llover y la carretera se convirtió durante dos kilómetros en casi un barrizal, desde luego estaba siendo una dura prueba.

Niños jugando en la frontera

Por fin, tras otra hora y media de tortuoso camino, divisamos lo que parecían las luces de Pristina. Al acercarnos la ciudad no nos dio mala impresión, se divisaban construcciones modernas y en buen estado. La carretera que llevaba hasta Macedonia estaba muy transitada, al fin y al cabo era fin de semana. Íbamos dejando a ambos lados de la carretera discotecas y hasta un hotel Palace reluciente y luminoso, con coches de lujo en la entrada, resultó chocante, satírico, el hecho de encontrar tanto lujo en una zona con tanta miseria. Estábamos agotados, eran casi las dos de la mañana, llevábamos más de trece horas al volante, así que paramos junto a una gasolinera, habíamos recorrido menos de 400 kilómetros. La mañana no es que fuese más alentadora, tanquetas de la fuerzas de Kosovo, helicópteros militares sobrevolando, la verdad es que teníamos ganas de dejar la región. El paisaje que se veía desde la carretera era bastante triste, muchos cuarteles, muchos perros en descampados, niños andando por vertederos, los pueblos destartalados, etc. Por fin llegamos al puesto fronterizo, unos chavales nos intentaron vender pepsi colas para hacernos la espera más agradable. Un policía nos paró, «mierdecita» nos dijo, era la única palabra que debía saber, le dimos los salvoconductos y entramos en Macedonia, camino de Skopje. En apenas un día se podía decir que habíamos vivido una de las experiencias más intensas de nuestra vida, que seguro no olvidaríamos nunca.