Bajando al infierno
5 de mayo de 2007
La isla de Java representa el centro político, cultural y económico de la joven república de Indonesia, un desmembrado archipiélago de más de trece mil islas y con la cuarta población más grande del planeta. La mitad de esa población (unos 110 millones de personas) vive en Java, paradójicamente Java y más concretamente Yakarta, la capital, simbolizan el sueño de prosperidad para muchos habitantes de otras islas, lo que se traduce en radicales contrastes, riqueza y opulencia viven vecinas a la más absoluta miseria.
Java es una isla muy fértil, con unas tierras ricas en nutrientes y muy productivas, una larga cadena montañosa volcánica atraviesa la isla de este a oeste, de los ciento diez conos existentes, treinta y cinco mantienen una actividad pródiga, en este sentido los volcanes, además de su potencial destructor, también son una fuente de riqueza, proporcionando elementos muy propicios para la agricultura, principal sustento económico de la población, al igual que numerosos y lucrativos recursos.
Entre estos recursos se encuentra el azufre, muy utilizado en diversas aplicaciones como los tintes, los fósforos y la medicina, donde su uso tiene una gran relevancia. En Java numerosos hombres trabajan en las minas de azufre distribuidas en los distintos cráteres o lagos sulfurosos que existen en la isla. Estos mineros bajan a diario al infierno, al pie mismo de los cráteres, a recoger el azufre solidificado en grandes piedras amarillas para después cargar con él hasta alguna nave junto a la carretera, desde ahí el azufre comenzará un largo viaje hasta las fábricas de procesamiento, donde una vez manufacturado, servirá como elemento esencial en la fabricación de numerosos productos que generarán rentables beneficios a las grandes empresas.
Pero antes de toda esta larga cadena, los primeros que recogerán los frutos de la tierra serán estos hombres, que no se ven beneficiados por tal negocio.
En Kawah Ijen, al este de Java, el mayor lago sulfuroso del mundo proporciona gran cantidad de este elemento, la jornada laboral comienza al amanecer, los trabajadores ascienden el exhausto camino durante una hora hasta llegar al anillo del cráter, que en caprichosas y frecuentes sacudidas desprende las espesas y pestilentes fumarolas de sulfuro, que cargan el ambiente con su densidad.
El guardia de un puesto de control nos pone en cautela, avisándonos del potencial peligro que conlleva exhalar los gases sulfurosos, nos recomienda no bajar hasta el pie del lago si no disponemos de una máscara. Pero los mineros no llevan máscara, su única protección consiste en un trapo o una camiseta mojada con la que se tapan boca o nariz. Pronto empezamos a ver a los que más han madrugado, ya están casi al final de su primer viaje con el azufre a sus espaldas, cargado en dos cestas de mimbre unidas por una vara, los más fuertes podrán hacer dos viajes de ochenta kilos cada uno, con lo que tendrán doble paga. Muchos van descalzos y sin camiseta, marcando unos músculos ganados a base de sufrimiento, cobrarán el azufre a razón de cuatrocientas rupias el kilo, algo más de dos euros y medio para los que consigan acarrear ochenta kilos, aunque parezca una miseria es una paga aceptable para este pobre país, pero el valor del azufre es mucho mayor y por supuesto no resulta equitativo viendo el precio en salud que pagan estos hombres.
Por el camino hay muchas cestas de mimbre aparcadas y mineros que descansan y me piden tabaco, irónicamente les digo que el tabaco es malo para la salud, ellos pillan la ironía. A lo lejos vislumbramos otros dos volcanes mientras seguimos subiendo y vamos viendo pasar a mineros que bajan con la carga o suben ligeros a por ella. Un humo blanco y un fuerte olor a azufre nos avisa de la proximidad, el paisaje inerte resulta espectacular, las grietas de lava solidificada se elevan formando el enorme cráter en el que descansa el lago sulfuroso, que cambia de color debido a distintas reacciones químicas.
Pero esta vez el paisaje no es el protagonista, los mineros le quitan la importancia. Enseguida veo salir a uno de ellos a través de la cortina de humo, en el pasillo que pocos metros después bajará directamente hasta el infierno. Me dirijo hasta allí y pronto comienzo a notar los efectos de los gases, el viento ha cambiado de repente y ha movido una nube hasta mi posición, picor de ojos y garganta más una desagradable sensación de falta de oxígeno son los principales síntomas; a la larga, tras continuas exposiciones, comenzarán los más graves, problemas respiratorios de todo tipo que, sin duda, padecerán la mayoría de estos trabajadores.
Desde una posición de privilegio veo salir del humo a algunos mineros renqueantes y mi sorpresa se torna en absoluta perplejidad cuando, en un momento de sosiego del volcán, la atmósfera se libera de gases y observo al pie de la mina las enormes pitas de azufre y unos hombres desmembrándolas con varas, el desnivel es brutal. La visión dura unos segundos ya que de nuevo una enorme fumarola surge sin avisar, cubriéndolo todo, incluyéndome a mí. Esta vez es mucho más espesa, me pongo a correr hasta salir de su influencia, después me sentiré un poco ridículo al compararme con los trabajadores.
Algunos suben más fuertes que otros, que llegan al final de la cuesta tosiendo compulsivamente y dejando la carga en cualquier sitio para tomar una ansiada bocanada de aire limpio antes de continuar, todos me sonríen y me piden un cigarro o una foto. Al cabo de un rato decido regresar, mis intenciones de bajar al pie mismo de la mina se han oscurecido por el miedo. Un centenar de metros más abajo se pesará la carga en un chamizo, la nimia recompensa llegará al final del trayecto. Me voy del lugar sintiendo una gran admiración y respeto por estos hombres, al igual que un gran número de dudas muy sencillas, pero que me resultan primordiales, como ¿por qué no llevarán máscara? Es indudable que he aprendido una gran lección humana sobre el coraje y la resignación.
Minas de azufre
El cráter de Ijen, donde se recoge el sulfuro, pertenece al Parque nacional de Ijen. Fue una aventura llegar hasta este lugar, nos levantamos a las seis de la mañana en nuestro hotel de Banyuwangi, desde allí cogeríamos un bemo que nos llevaría 30 Km hacia el norte, hasta el pueblo más cercano al cráter. Una vez en el pueblo tuvimos que negociar duro con los locales para que nos llevaran a la entrada del parque, que distaba aún 14 Km. Finalmente conseguimos que un par de chavales nos llevaran en moto, nos esperaran a que subiéramos hasta el cráter para luego bajarnos de nuevo hasta Banyuwangi. Les pagamos 200.000 rupias, unos 8 euros, una buena cifra, si lo comparamos con las 60.000 rupias diarias que pueden conseguir los recogedores de sulfuro. Ya sólo nos quedaba andar una hora muy cuesta arriba hasta llegar a la base del cráter.
Ver a esta gente saliendo del propio infierno acarreando el mineral ponía la carne de gallina, un esfuerzo sobrehumano muy poco recompensado.