Dos noches intensas

20 de octubre de 2005

Después de pasar estos dos días, me pongo a reflexionar y me doy cuenta de la trascendencia que va a tener esta experiencia, tanto para mi como para Silvia. Cuando dejemos las zonas turísticas, cuando entremos en lugares por los que no suelen pasar los occidentales. Será en esos momentos cuando viviremos las experiencias humanas más intensas.

En dos días hemos vivido mucho y también hemos aprendido cosas muy importantes de cara al futuro. La primera noche de «acontecimientos» fue en Konya, una de las ciudades más tradicionales de Turquía, en cuanto a religión se refiere. Hacía mucho frío y nuestra sensación era aún mayor, ya que dos días atrás habíamos estado a unos 25º, en el mediterráneo. Konya está situada en el interior, justo en la inmensa llanura de Anatolia.

Esa noche aparcamos en un barrio a las afueras de la ciudad, en una calle junto a un bloque de edificios por un lado y casa bajas por el otro. Mientras Silvia retocaba la web, yo bajé la ventanilla para fumar un cigarro. Unos chavales se acercaron a la furgoneta a curiosear, eran 6 ó 7, tres de ellos de unos 16 ó 17 años, los otros algo más pequeños, quizá de 12 ó 13. Por lógica fuimos su atracción, aunque de ningún modo pensé que íbamos a ser víctimas de sus cabronadas, hablando en plata. Ni yo les entendía ni ellos a mi, pero en un principio fue divertido, me hacían bromas y yo se las respondía, algo normal. Nos trajeron un pan y unos zumos y yo les ofrecí tabaco, muy cordial. El problema empezó cuando, después de media hora, les dije que iba a cerrar la cortina de la furgoneta. Uno de los mayores empezó en plan de broma a subirme y bajarme la ventanilla, mientras otro más pequeño intentaba, casi con éxito, doblarnos la antena de la radio. Eso ya no me hizo mucha gracia y le dije que parara, que ya estaba bien, no me hizo mucho caso, así que bajé de la furgoneta. Este gesto detonó la situación. No me percaté de que abriendo el pestillo de la puerta principal, se abrían todas las puertas. Fueron apenas dos minutos, pero muy desagradables. Dos de los mayores abrieron la puerta de atrás y agarraron a Silvia de la camiseta, de malos modos. Yo me di la vuelta y les empujé. Además tuvimos la mala suerte de que el sillón del conductor se quedo enganchado y no podíamos girarlo para poder irnos, con lo que los «angelitos» entraron de nuevo, repitiendo la escena. Enseguida les quité los brazos de la camiseta de Silvia y logramos cerrar la puerta y el pestillo.

La lástima fue que una de las zapatillas de montaña de Silvia se cayó y nos la quitaron. Tras girar el asiento, mientras daban patadas a la furgoneta arrancamos y nos fuimos de ahí. Continuamos conduciendo diez minutos hasta que paramos a reflexionar sobre lo que había ocurrido. Teníamos rabia y miedo, a partes iguales. Silvia quería volver con la policía, por si encontrábamos la zapatilla tirada. Yo le dije que esperásemos un poco, que posiblemente se marcharían al cabo de un rato.

Así lo hicimos y volvimos muy despacio, observando muy bien la calle, por si salían de improviso, aparcamos muy cerca y bajé de la furgoneta, Silvia se puso al volante con los pestillos cerrados y con el motor encendido. Comencé a caminar y al entrar por la calle les vi de lejos, así que me di media vuelta y volví a la furgoneta, esta vez para ir directamente a la policía. Dimos un cambio de sentido a unos 500 metros, sin darnos cuenta que habían cruzado la calle, cuando me quise enterar nos habían tirado algo a la luna delantera, no sabemos si una piedra o la propia zapatilla. Por suerte no se rompió.

En ese momento sí que contuve mi rabia, estuve a punto de bajar y… bueno, no se lo que hubiese hecho.

Finalmente llegamos a una gasolinera y llamamos a la policía, que vino enseguida y nos llevaron a la comisaría. En la comisaría se lo tomaron con mucha calma, había un grupo de más o menos diez observando atentamente un partido de futbol del Fenerbache y al poco comenzaron a presentarse y claro, a invitarnos al té de rigor. En realidad lo único que queríamos Silvia y yo era ir a buscar a los niñatos y la zapatilla, pero bueno, nos lo tomamos con calma. A la media hora fuimos con un par de policías pero no encontramos nada, ni a los chicos ni a la zapatilla, pero ya estábamos más tranquilos, esa noche dormimos junto a la comisaria, la policía se portó muy bien con nosotros.

A la mañana siguiente Silvia insistió en volver al «lugar de lo hechos» por si encontraba su zapatilla, y así fue, junto a uno de los edificios. Pero los niñatos le habían arrancado la lengüeta de cuajo, aunque la recuperamos también y la maña de Silvia hizo el resto, ahora está como nueva y en el momento fue una gran victoria psicológica.

Esta experiencia negativa nos ha servido para aprender, es una pena que se tenga que aprender así pero a partir de ahora seremos más precavidos con los niños, sobre todo en las ciudades, por las noches y en cuanto sean más de tres. En realidad lo que ha pasado en Turquía nos podría haber pasado en cualquier otro sitio, ha sido un simple «borroncete» en el sobresaliente que tiene la gente en Turquía, que nos han tratado fenomenal.

Y para muestras un botón, después de dejar Konya y los malos rollos del día anterior fuimos a través de los imponentes Montes Taurus, camino de Siria. Paramos junto a una gasolinera y al instante vimos a un chaval joven que nos trajo un té. Más tarde nos invitó a pasar a un pequeño salón donde había reunidos otros hombres, 5 ó 6, camioneros en su mayoría, kurdos, de Diyarbakir. Hablamos sobre todo con un señor mayor y su hijo. Todo el salón estaba lleno de fotos de su ciudad. Estaban orgullosos de ella, al igual que de su origen kurdo, tal y por el tono con el que nos lo dijeron. Estuvimos dos o tres horas con ellos, comunicándonos a trancas y barrancas pero con avances e interés, mucho interés. Nos agasajaron totalmente, era el mejor bálsamo para pasar cuanto antes el recuerdo de Konya. Fui hacia la furgo y traje mi tabaco de liar y unas postales del Real Madrid, que pusieron junto a las fotos de su ciudad. Entraban camioneros continuamente, tomaban un té y se iban en cuanto estaba repostado su camión. Después de tomarles unas cuantas fotos nos fuimos a dormir.

A la mañana siguiente volvió Murat para despertarnos (el chaval que nos llevó los tés la noche anterior), no estábamos ni levantados, yamak yamak, nos gritaba, que supongo que será comida. Puso tanto ímpetu que en dos minutos, sin siquiera habernos lavado la cara, estábamos allí. Nos había preparado un desayuno a base de miel con mermelada, pan, aceitunas, huevos duros, un tomate y un pepino cortado y por supuesto, mucho té. Todo para nosotros, ellos no comieron nada. Al terminar, Murat, que no había dormido ya que su turno era de noche, nos dijo que le llevásemos a su pueblo, a unos 20 km, ¡como negarnos!, además estaba en nuestro camino, aunque si hubiese estado en otro nos hubiésemos desviado. Antes de irnos aprovechamos para descargar las fotos del día anterior en un ordenador que tenían. Dejamos a Murat en su pueblo, mirando por el retrovisor como se despedía de nosotros, con una sonrisa amplia y clara, todo un Sultán.

Y así fueron esas dos noches, la pena y la gloria. Aunque por fortuna la victoria es aplastante a favor de las glorias, tendremos que aceptar que en ocasiones habrá penas.